Enero, hojarasca, Nebraska

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Con reverencia me quito las botas ante Nebraska, sugiriéndola para vuestros ojos de enero como el mejor antidepre

/ José Gabriel Baena

Nada me pasó mejor para remachar con clavo de oro las magníficas, estupendas e incomparablemente perfectas depresiones de principios de enero que haberme encontrado en uno de los canales de UNE la película Nebraska, dirigida por Alexander Payne (2013). Confieso que no soy adicto a los cineastas de culto, algo en lo que lo han convertido algunos comentaristas de cine locales, y de él sólo había visto About Schmidt (2000), sobre la vida de alguien protagonizado por Jack Nicholson desde el instante mismo, contado con segundero, en que empieza su jubilación después de 40 años de esclavitud laboral, en recompensa por la cual la empresa le entrega el maldito reloj barato bañado en oro golfi habitual por allá. Una película tristísima, de las que a mí me gustaban hasta este año que ya corre con ágiles patitas. Digo que de las que me gustaban porque así lo decidí, de repente en el verano y entre la hojarasca de mis despropósitos de año nuevo: me sumían en una melancolía feroz y las mandé al cuarto inútil. Y entonces, cuando prendí mi tele y me di cuenta de que iba a empezar Nebraska me dije, de manera inteligente y presta: “Oh, no, ¿otra de esas cintas abatidoras, desnivelantes, afligidoras, calamitosas, derrumbadoras, frikiadoras y en suma arrancadoras del corazón, para no usar otros sinónimos ni/o parónimos?”. Me dije, digo, porque sobre ella había leído un par de reseñas cuando en el Festival de Cannes 2013 el protagonista Bruce Dern se alzó con la Palma al Mejor Actor.

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“Oh, no, ¿otra de esas cintas abatidoras, desnivelantes, afligidoras, calamitosas, derrumbadoras, frikiadoras y en suma arrancadoras del corazón, para no usar otros sinónimos ni/o parónimos?”

¡Pero nada, vamos! Al rodar de los minutos nos engancha con suave garfio la historia de ese anciano ligeramente borrachín del que sabemos que está obsesionado con haberse ganado un millón de dólares –en una estafa publicitaria–, y que a toda costa y para cobrarlo debe emprender un viaje de 1.200 kilómetros desde Billings (Montana) hasta Lincoln (Nebraska), viaje al que su hijo considerará que es mejor llevarlo antes del fin. Los críticos de USA ensalzaron en su momento ese interminable mural o gigante retablo en que se va desplegando la historia, con la jarta dialéctica de las relaciones filiales a las que se suma toda la familia, incluida la típica gruñona esposa del anciano que luego se torna amable, y el cuadro de costumbres en que finalmente deviene todo, con notas como “es un estudio bellamente grabado de unos personajes imperfectos”, o “comedia o drama, las dos cosas a la vez, divertida a veces pero con unos minutos de perfecta locura, donde una triste sombra cae sobre su inconfundible paisaje invernal”, o “irrefutable y perfecta, entre la comedia triste, el drama majestuoso y el simple desengaño, Payne guía al espectador por una marea… La más sencilla película del director y sin embargo la más honda”.

Debo confesar que a mí la suspicacia inicial por la historia se me convirtió en pura alegría visual merced a ese poderoso no-color en que finalmente Payne decidió procesarla: filmada en digital de alta definición la convirtió en blancos, negros y grises en laboratorio, lo que produjo esa potente impresión de haber sido dibujada cuadro a cuadro con lápices de carbón graduados del uno al tres, como aquellos de nuestra secundaria. Con reverencia me quito las botas ante Nebraska, sugiriéndola para vuestros ojos de enero como el mejor antidepre (canal Max, ah, y de postre, Las momias del faraón, de Luc Besson, en Fox).

R.I.P.: El policía asesinado vilmente en esa acera de París el pasado 7 por los dos fanáticos de Mahoma era musulmán. Lo cual demuestra una vez más que Alá no existe.
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