El mito de la lechuza

   
  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Nada tan trillado como la historia de la lechuza pateada en el estadio de Barranquilla por el futbolista Luis Moreno, y, por lo mismo, nada tan inoportuno como venir a hablar de eso ahora, cuando nuevos terremotos han sacudido el mundo. Sin embargo, conminado a atrapar la atención del lector a como dé lugar, saco la cabeza de entre la nube de la suficiente ilustración y declaro algo que, espero, no parecerá llover sobre mojado: que la historia de la lechuza es falsa (o casi).
Cuando se disipó la nube de tanta alharaca —que sólo por casualidad no incluyó peticiones de cadena perpetua para el zaguero del Pereira— se supo que el animal no había muerto a causa de la patada. Lo mató el cautiverio —lo confesaron los mismos veterinarios— y, supongo, la aparatosa escenografía sugerida por el celo ambientalista. La lechuza no estaba fracturada pero aun así le entablillaron las patas; la tenían que soltar un lunes y dilataron la cosa hasta el martes. Sospecho que, si la dejan tirada en la grama, el ave recupera el sentido antes del término del partido y, con algo de zoncera o guayabo, vuela de regreso a su nido. Para su mala suerte, sin embargo, cayó en garras de todo un ejército de benefactores. Bien se ve que ha corrido mucha agua bajo el puente desde que Otto Serge le cantó, dolido, a un pobre mochuelo que no tenía dios que lo bendijera.
Para colmo, los medios hicieron todo lo posible por hinchar la noticia (como a veces ocurre, a propósito de algún camaleón adivino encontrado en una zanja o de un bebé probeta nacido con un lunar en forma de corazón). El estatus de la lechuza subió como la espuma: se dijo que era la mascota del Junior, ignorando olímpica y maliciosamente al viejo tiburón que cada domingo, en los actos de protocolo, persigue a las apetitosas bastoneras del club. Otros argumentaron que el pajarraco era un amuleto infalible, dado que, cada vez que aparecía en el estadio, el club local no era tocado por la derrota. ¡Mentira! Se le vio una noche de diciembre 2009, cuando, en pleno cuadrangular final, el poderosísimo DIM venció 2-1 al equipo de Barranquilla. Por lo visto, no yerra el pueblo cuando dice que no hay muerto malo.
Quizá exagere, pero en este caso sobró zoofilia y faltó antropología. A nadie se le ocurrió pensar cuáles podían ser los dictados y sentires idiosincrásicos de un hombre nacido en las rancherías del Caribe, donde se vive de tú a tú con los animales y tanto se los puede amar como odiar; donde las iguanas son atacadas sin remordimiento, y donde al ciudadano promedio no se le atosiga tanto con la cartilla moral de la preservación de esto o aquello. Para colmo, nosotros mismos —sin importar el lugar de origen o los modos de crianza— somos impulsivos por debajo de la mucha pedagogía digerida, y, ya sea por asco o superstición, miramos con ojeriza a cucarachas, arañas, ratones, murciélagos, gatos negros y sinsontes tuertos. El pobre Moreno no hizo otra cosa que ejercer su derecho a la superstición: acaso se le antojó que, con semejante avechucho en el gramado, el Pereira iba a ajustar otra fecha más sin ganar. Si al Medellín le pasara lo propio, yo mismo bajaría a la cancha del Atanasio Girardot a destripar grillos.
A causa de la lechuza, en Barranquilla ya nadie se acuerda de Édgar Rentería, y muy pronto ocurrirá lo mismo con Shakira. Pero nadie debe extrañarse: a fin de cuentas, las historias felices son insípidas. Los hechos llamados a ser mitos están tocados siempre por la lucha entre la cultura y la naturaleza, el crimen, la venganza y —sobre todo— el asfixiante aroma de la lección moral.

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