Día de mudanza

 

Las tareas que implica un trasteo no son propiamente fascinantes, y con toda probabilidad nadie que mire desde fuera sentirá envidia por no estarlas ejecutando. Empezando por los abstractos sentimientos encontrados de quien se duele de dejar la casa en que sus hijos caminaron -el tema ya ha sido consagrado en los comerciales televisivos-, en que tuvo que despedirse de su padre moribundo o en que estuvo durmiendo algunos años de su vida: lo que se siente en tales casos es una opresión laríngea y pectoral que, hasta donde sé, solo la alivia un trago de aguapanela fría. Luego vienen los asuntos materiales y logísticos, no más sencillos, pues ante la inocencia de la casa desprevenida no se sabe por dónde comenzar a atacarla: a la larga puede ser un error fatal empacar primero los candelabros y la quincallería delicada, aunque también podría estar condenada al fracaso la estrategia de adelantar el desmonte de las camas. Ya ha tenido uno tiempo de escuchar la increíble y triste historia de quien, por no poder concertar los servicios del camión, se estuvo diez días con la ropa empacada o sin una coca donde servirse la sopa que, por ausencia de ollas, tampoco pudo hacer. Un consejo nacido de la propia experiencia, buen amigo: no inicie la labor de embalaje con los juguetes de sus hijos; ello sería tanto o más estúpido que comenzar guardando los bombillos o envolviendo la escoba.

El trasteo es uno de los eventos más propicios para entender que, como escribió el novelista Marroquín, “Es flaca sobremanera / toda humana previsión”. Los gastos ocasionados por el trauma ascenderán mucho más arriba del calmo horizonte imaginado; las cajas compradas a precio de guerra en el granero vecino resultarán insuficientes, independientemente de si son diez o doscientas; los carretes de cinta para embalar se derrocharán como serpentinas en una fiesta pública. Lo peor será, sin embargo, algo mucho menos concreto: el tiempo, aquella extraña sustancia que, de acuerdo con San Agustín, deja el alma untada de angustia. Difícilmente se tendrán las suficientes horas y minutos para guardarlo todo con las debidas precauciones, e incluso no habrá disponibilidad ni para empacar a la diabla. A las siete de la mañana el camión de mudanzas llegará entre bocinazos, y todavía habrá armarios por allanar, libros por acomodar y lámparas de araña por descolgar. Conmovedor propósito el de quien marca las cajas y pretende tenerlo todo en orden: acabará, sobre la hora, echando en la misma caja una libra de margarina, su diploma de bachiller y una matera con todo y anturio.

La llegada al nuevo hogar es de lo más descorazonador: lo que más se ha querido cuidar no ha sobrevivido al viaje: se ha roto para siempre o se encuentra lleno de cicatrices; pero no hay tiempo para lamentos: hay decenas de cajas por abrir, no sabe uno en qué orden y en busca de qué. Muchos años después, cuando por fin sea posible ordenar, otra vez, tanta confusión, descubrirá uno que lo único intacto, a prueba de vaivenes y afanes, es la propia mugre: aquellos chécheres inservibles de los que jamás hemos podido desprendernos y que, no faltaba más, son lo mejor de nosotros.

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