Aniversario escarabajo

Hace 20 años, en mayo de 1987, nuestro país deportivo tuvo su Odisea. Los puristas dirán lo que quieran, pero incontables fechas del calendario festivo nacional se ven turbias al lado del 15 de mayo de 1987: ¿Qué puede significar, por ejemplo, uno de tantos días consagrados a la Virgen o la enigmática independencia de Cartagena frente a un Lucho Herrera vestido de amarillo en el podio de la “Madre Patria”? Cuando el “Jardinerito de Fusa” se coronó campeón de la Vuelta a España, los colombianos disfrutamos de uno de nuestros últimos días de comunión nacional, con el que apenas puede compararse aquella futbolística jornada septembrina de 1993 cuando el 5-0 contra Argentina o la solidaridad posterremoto de enero de 1999. Lo demás son solo eyaculaciones individuales, triunfos de la altivez comercial antes que de un país pujante.

Cuando Lucho Herrera se puso la camiseta amarilla aquel 4 de mayo de 1987, al imponerse como un Titán en la mítica etapa de Lagos de Covadonga, quienes seguíamos desde hacía algunos años las aventuras de los escarabajos colombianos en Europa sentimos la carne de gallina en el más perfecto sentido de la expresión, derramamos lágrimas -mi profesor de matemáticas lo hizo en clase- y, al llegar al colegio, queríamos abrazarnos con todos los condiscípulos. Se trataba de un botín que había costado miles de esfuerzos: los de nuestros indios en bicicleta, estoicos ante el desprecio del continente blanco representado por las fauces de Hinault, Fignon y otros centauros monstruosos; la sangre derramada por Lucho en 1985, en su cruenta victoria en Saint-Étienne; los empeños suicidas de los motociclistas de la radio colombiana; la interrupción de nuestro sueño, a las 4:30 a.m., para escuchar las transmisiones; y miles de frustraciones acumuladas de todos los colores, desde las traiciones de una televisión egoísta hasta una contrarreloj perdida por segundos.

Nuestra cómoda actualidad tecnológica poca oportunidad ofrece para esos clímax de alegría patriótica. Porque no solo ocurre que nuestros deportistas insignes son ahora, descontada alguna excepción, paladines del jet-set: también sucede que el total e inmediato cubrimiento de mil eventos simultáneos y la aparición de pequeñas figuras colombianas en cada deporte -una tenista entre las 100 mejores del mundo, un automovilista que gana una carrera al año, el decimoséptimo luchador del globo, un golfista exhibicionista- hace que todo mérito sea relativo y que, a la menor frustración, el aficionado que presencia la competencia por televisión -todo un “Homo zapping”- solo tenga que cambiar de canal para apostar con relativa pasión al deporte que sigue en turno.

En tanto hazañas que jamás se repetirán y que cada generación contará con mayor unción, los logros del ciclismo en los años 80 son mitología para el hombre del siglo 21. Yo, por mi parte, contaré a mis futuros nietos que vi a Bochica en una bicicleta y con la camiseta de “Café de Colombia”.

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