Amor chino

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Amor chino
Entre más distantes sean los objetos relacionados, más potente resulta la obra

Opinión de Carlos Arturo Fernández U.
No es solo que ahora las obras de arte sean raras con respecto al pasado. Muchas cosas más cambian en la producción de los últimos dos siglos; tantas, que no es exagerado afirmar que desde finales del 18 nos enfrentamos con perspectivas nuevas en la concepción del arte, de los artistas, de su papel en la sociedad y de su forma de trabajar.
Antes, el artista creía desarrollar una actividad natural, surgida espontáneamente de sus habilidades para manejar las técnicas artísticas, y que era guiada por la inspiración. Por el contrario, en el contexto contemporáneo la producción hace patentes las inquietudes de sus creadores frente a las nuevas formas de entender el arte.
La abundante obra de Enrique Grau (Cartagena 1920 – Bogotá 2004) nos puede despistar: parecería revelar la actitud típica de un artista tradicional, fascinado con la exhibición de lo que puede lograr con su habilidad técnica. Sin embargo, un trabajo como “Amor chino”, en la colección del MAMM, nos obliga a descubrir otras preocupaciones.
“Amor chino”, de 33 por 47 por 29 centímetros, es la unión de objetos que Grau recoge ya hechos, pero entre los cuales define nuevas relaciones: dos manos que proceden de una imagen antigua (quizá de uno de aquellos santos de las procesiones, a los que solo se les ven la cabeza y las manos porque el cuerpo es una armazón de palo oculta por telas), una cajita de madera también antigua, en equilibrio sobre un casco de esfera, una carpeta vulgar y recargada, y una cajita del popular mentol chino sobre una hoja de publicidad con signos orientales.
Frente a este ensamblaje pueden surgir muchas de las cuestiones más cruciales del arte contemporáneo; entre otras, la más inmediata es la que pregunta qué hace que esto sea una obra de arte o, si se quiere, qué se necesita para que la unión de objetos, cada uno de ellos intrascendente, dé como resultado una creación estética. Porque si aquí lo único nuevo que el artista parece haber aportado al mundo sensible es la base roja sobre la que ubica los elementos encontrados, la esencia artística no puede ser una cosa que podamos medir y pesar sino una especie de cortocircuito estético que produce la relación entre ellos.
Los surrealistas describieron la descarga energética que constituye la obra de arte con la frase paradójica de un poeta francés del siglo 19, conocido con el seudónimo de Conde de Lautréamont: “Bello, como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”. En otras palabras, entre más distantes sean los objetos relacionados, más potente resulta la obra; contando, por supuesto, con que el artista sea capaz de crear el encuentro.
Es esa distancia poética y significativa lo que interesa en el “Amor chino” de Grau. Por una parte, está la idea romántica y abstracta del amor, presente en la unión de las manos antiguas, sin cuerpo, que recuerdan la exquisitez y las formas del gusto tradicional. Y, en la vertiente opuesta, el erotismo y el gusto kitsch del amor como consumo. La interpretación queda abierta porque, en el fondo, la vida está llena de encuentros fortuitos.
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