A la caja, libros

A la caja, libros

/ Etcétera. Adriana Mejía

Con la lectura, el sabor es lo primero; el saber llega por añadidura

Terminó la VI Fiesta del Libro y la Cultura y, con ella, el papel protagónico de la lectura. Durante diez días, cada año, todo lo que tiene relación con el mundo editorial regresa del agujero negro del sueño profundo, se despereza, y, cuando logra espabilarse, ¡a las cajas otra vez! (Lo mismo que sucede con los pastores, después del 6 de enero).
Y, de nuevo, la somnolencia. En especial, la que ataca a los lectores. Porque editores, distribuidores, libreros, si bien también atraviesan sus fases de bostezos, ahí siguen, al pie del negocio. Solo algunos están comprometidos con la difusión de las palabras, antes que con la facturación del producido de las mismas. Son los que saben que editar, distribuir y vender libros es distinto a fabricar, distribuir y vender llantas o pandeyucas.
Ha habido esfuerzos en este sentido. De instituciones educativas, fundaciones, alguna que otra empresa privada, del sector público. La alcaldía de Medellín, por ejemplo, con la Red de Bibliotecas y el Plan de Lectura 2009-2014, viene liderando campañas de sensibilización, dentro de las cuales se enmarca la feria que acaba de cerrar puertas.
No obstante los avances, sobre todo en los barrios populares, el recorrido es kilométrico. Según datos recientes de la Cámara Colombiana del Libro, el promedio de libros leídos en Colombia, por habitante, es de apenas 2.2 al año, lo que nos lleva a ocupar el deshonroso último puesto del continente, si nos atenemos a estas cifras suministradas por el Cerlalc: en Brasil, el promedio es de 4.0; en Argentina de 4.6; en Chile de 5.4. (En España, 10.3). Lejísimos estamos del partidor definido por la Unesco para ingresar al pelotón de los países educados: 25 libros anuales por cabeza. ¡Nos faltan 22.8!
Y, lo más triste, es que a pesar de que muchos colombianos no pueden comprar libros por motivos económicos, no es ese el principal motivo para no leer. (Igual están las bibliotecas). El principal motivo es, atérrense, falta de ganas.
Mientras padres y profesores no se pellizquen, alcanzar el placer de la lectura será una utopía para montones de personas que, desde niñas, observan los libros como si fueran ovnis. No. Los libros no constituyen amenazas de ninguna índole. Tampoco existen para barnizar de intelectualidad a nadie ni para que nadie se vea en la obligación de disculparse porque no le gusta tal autor o no quiere leer tal título.
Un acto de total libertad como es el de elegir un libro –no me refiero a las lecturas que por estudio, investigación, etcétera, son obligadas–, apropiárselo, comenzar a leerlo de la manera y en el lugar que a uno le plazca, subrayarlo, releerlo por pedazos o entero si nos fascinó, abandonarlo si después de un buen número de páginas no nos agarró, no puede estar encorsetado por aburridores informes de lectura o por ir más allá de adonde el texto nos lleve. O por justificar una opinión que siempre va a ser subjetiva.
Con la lectura, el sabor es lo primero; el saber llega por añadidura, teniendo en cuenta que los libros son para gozarlos, nunca para sufrirlos. Así que a leer sin timideces, la vida es corta y el universo que reposa en los anaqueles es vasto. ¡Y a gozar!
ETCÉTERA. Por siempre, mi admiración, mi aprecio y mi gratitud para Alberto Aguirre.
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